Gabriel Castillo-Herrera.*
El segundo de aquéllos, Vicente Guerrero, no estamos seguros si tenía plena consciencia de que su lucha trastocaba las instancias americanas de poder que en Europa declinaban, pero es claro que guerreaba contra la Corona a favor de una independencia que propiciara las mismas prerrogativas por las que se levantaron aquellos insurrectos que tomaron La Bastilla apenas poco más de veinte años atrás: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, consigna que no hallaba cabida en la sociedad colonial de la América Septentrional y que sólo se conseguiría echando abajo el poder virreinal, consiguiendo la independencia y erigiendo una república.
En fin, el episodio del encuentro entre estos dos personajes disímbolos se dio en función de la consecución de un pacto con un fin específico: la independencia y el forjar una nueva nación, ya llamada por algunos en forma costumbrista: México. Tal pacto, se selló, se dice, con un acto que la historiografía denominó “El Abrazo de Acatempan”. La hueste de ambos bandos, una comandada por militares de carrera y otra forjada por el pueblo armado (o mal armado) para crear el Ejército Trigarante, ejército que se encargaría de derrocar al poder virreinal que —en los hechos— ya estaba derrotado.
Tan derrotado, que el nuevo virrey —O’Donojú, quien murió en fechas posteriores cercanas— antes de su llegada a la Ciudad de México entró en pláticas con Iturbide para convenir la independencia.
Veamos: ¿cómo es que después de una cruenta guerra que duró once años la independencia de la América se consigue tan fácilmente? Habría que explicar cuáles eran las tres garantías que defendería el ejército formado a raíz del encuentro de Acatempan. Estas tres prerrogativas fueron:
1.- Independencia. Que, en principio, favorecería a todos; pero principalmente a los comerciantes criollos y españoles avecindados en estas tierras a quienes estaba vedado entrar en tratos con otras naciones y, de otra parte, adquirir la potestad de manejar la cosa pública: la política –el poder, pues- ; los mestizos, demás castas e indígenas formaban un escaño social inferior que veía en la independencia el desprenderse del yugo de injusticias promovida por la Corona y el mismo criollaje autóctono.
2.- Unión de todos los mexicanos. Dada la condición del sistema de clases arriba descrito, se trataba –en esencia- de la unión entre españoles europeos avecindados y españoles americanos: los criollos.
3.- Religión Católica como única y, además, religión de Estado. Con ello, la clerecía se aseguraba continuar ejerciendo su muy terrenal poder político y económico en estas tierras llamáranse como se llamaran: Nueva España o México, da lo mismo. ¡Por aquí no pasa la Historia, señores!
Tal que once años después del llamado insurreccional de Hidalgo, el 27 de septiembre de 1821, el Ejército Trigarante comandado por Iturbide, entra en la Ciudad de México sin disparar un solo tiro. En lo próximo, este se erige como hombre fuerte en representación de los viejos poderes, que continuarán incólumes aunque ya sin la presencia española, y Guerrero, junto a su gente, la que se hubo levantado en aras de la justicia para los oprimidos, se ve desplazado a sitios no relevantes dentro del nuevo gobierno quedando pendientes para el mestizaje, las castas y los indígenas las reivindicaciones de igualdad social negadas desde principio de la Colonia.
Hasta aquí la evocación histórica. Aunque pactos como éste se verifican en otros episodios de nuestro país, habría que resaltar otro más cercano: la creación del PRI. Pactos en que los firmantes se unen de forma por cuestiones pragmáticas; pero que en contenido enmascaran una serie de pugnas que a fin de cuentas estallan y provocan males mayores.
En nuestros días, el Síndrome de Acatempan —permítaseme bautizarlo así— se vuelve presente. La dirigencia del PRD se cubre los ojos ante la historia o (cosa que no extrañaría) la ignora. Festeja sus “triunfos” electorales conseguidos en alianza con el PAN y —como apenas ayer— uno disimulado con el PRI encarnado en Ángel Aguirre Rivero (cuate de Peña Nieto). Y ahí aparecen en la foto: sonrientes, con los brazos en alto, con la firme convicción de triunfo. Pero creer no es lo mismo que saber.
Ahí está persistente, necia, contundente, la terca realidad histórica mostrando a Guerrero e Iturbide, a Valentín Gómez Farías y Santa Anna, a Comonfort y los conservadores, unidos en alianzas o pactos que, en esencia, significan retrocesos en el andar en pos del combate por la justicia social que es el primer paso hacia una verdadera revolución, un nuevo México.
En 1821 se encontraron en Acatempan (en el hoy estado de Guerrero) dos hombres que habían estado enfrentados durante todo el periodo que abarcó la guerra independentista en México. Cada uno pertenecía a bandos antagónicos; uno de ellos, Agustín de Iturbide, era un militar realista bajo las órdenes del virreinato y el otro, Vicente Guerrero, que defendía la causa revolucionaria insurgente inspirada en los ideales de Hidalgo y Morelos. Aquel primero, era instrumento de los poderes anquilosados que ya no encontraban cabal cabida en la vieja Europa y que vinieron a encontrar refugio en la Nueva España; poderes como la monarquía absoluta, el clerical católico y la aristocracia terrateniente que fueron derrotadas con la Revolución Francesa y que recibieron la puntilla con el arribo de Napoleón Bonaparte a la escena europea y que, al invadir éste España, esos mismos viejos poderes se vieron amenazados.
El segundo de aquéllos, Vicente Guerrero, no estamos seguros si tenía plena consciencia de que su lucha trastocaba las instancias americanas de poder que en Europa declinaban, pero es claro que guerreaba contra la Corona a favor de una independencia que propiciara las mismas prerrogativas por las que se levantaron aquellos insurrectos que tomaron La Bastilla apenas poco más de veinte años atrás: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, consigna que no hallaba cabida en la sociedad colonial de la América Septentrional y que sólo se conseguiría echando abajo el poder virreinal, consiguiendo la independencia y erigiendo una república.
En fin, el episodio del encuentro entre estos dos personajes disímbolos se dio en función de la consecución de un pacto con un fin específico: la independencia y el forjar una nueva nación, ya llamada por algunos en forma costumbrista: México. Tal pacto, se selló, se dice, con un acto que la historiografía denominó “El Abrazo de Acatempan”. La hueste de ambos bandos, una comandada por militares de carrera y otra forjada por el pueblo armado (o mal armado) para crear el Ejército Trigarante, ejército que se encargaría de derrocar al poder virreinal que —en los hechos— ya estaba derrotado.
Tan derrotado, que el nuevo virrey —O’Donojú, quien murió en fechas posteriores cercanas— antes de su llegada a la Ciudad de México entró en pláticas con Iturbide para convenir la independencia.
Veamos: ¿cómo es que después de una cruenta guerra que duró once años la independencia de la América se consigue tan fácilmente? Habría que explicar cuáles eran las tres garantías que defendería el ejército formado a raíz del encuentro de Acatempan. Estas tres prerrogativas fueron:
1.- Independencia. Que, en principio, favorecería a todos; pero principalmente a los comerciantes criollos y españoles avecindados en estas tierras a quienes estaba vedado entrar en tratos con otras naciones y, de otra parte, adquirir la potestad de manejar la cosa pública: la política –el poder, pues- ; los mestizos, demás castas e indígenas formaban un escaño social inferior que veía en la independencia el desprenderse del yugo de injusticias promovida por la Corona y el mismo criollaje autóctono.
2.- Unión de todos los mexicanos. Dada la condición del sistema de clases arriba descrito, se trataba –en esencia- de la unión entre españoles europeos avecindados y españoles americanos: los criollos.
3.- Religión Católica como única y, además, religión de Estado. Con ello, la clerecía se aseguraba continuar ejerciendo su muy terrenal poder político y económico en estas tierras llamáranse como se llamaran: Nueva España o México, da lo mismo. ¡Por aquí no pasa la Historia, señores!
Tal que once años después del llamado insurreccional de Hidalgo, el 27 de septiembre de 1821, el Ejército Trigarante comandado por Iturbide, entra en la Ciudad de México sin disparar un solo tiro. En lo próximo, este se erige como hombre fuerte en representación de los viejos poderes, que continuarán incólumes aunque ya sin la presencia española, y Guerrero, junto a su gente, la que se hubo levantado en aras de la justicia para los oprimidos, se ve desplazado a sitios no relevantes dentro del nuevo gobierno quedando pendientes para el mestizaje, las castas y los indígenas las reivindicaciones de igualdad social negadas desde principio de la Colonia.
Hasta aquí la evocación histórica. Aunque pactos como éste se verifican en otros episodios de nuestro país, habría que resaltar otro más cercano: la creación del PRI. Pactos en que los firmantes se unen de forma por cuestiones pragmáticas; pero que en contenido enmascaran una serie de pugnas que a fin de cuentas estallan y provocan males mayores.
En nuestros días, el Síndrome de Acatempan —permítaseme bautizarlo así— se vuelve presente. La dirigencia del PRD se cubre los ojos ante la historia o (cosa que no extrañaría) la ignora. Festeja sus “triunfos” electorales conseguidos en alianza con el PAN y —como apenas ayer— uno disimulado con el PRI encarnado en Ángel Aguirre Rivero (cuate de Peña Nieto). Y ahí aparecen en la foto: sonrientes, con los brazos en alto, con la firme convicción de triunfo. Pero creer no es lo mismo que saber.
Ahí está persistente, necia, contundente, la terca realidad histórica mostrando a Guerrero e Iturbide, a Valentín Gómez Farías y Santa Anna, a Comonfort y los conservadores, unidos en alianzas o pactos que, en esencia, significan retrocesos en el andar en pos del combate por la justicia social que es el primer paso hacia una verdadera revolución, un nuevo México.
Repito: de “los Chuchos”, no extraña; de Camacho y Marcelo habría que sugerirles que relean sus libros escolares de texto (ellos sí pasaron por el sistema educativo). Andrés Manuel López Obrador no se equivoca, no por necio —como rumora en corrillos— sino porque tiene presente lo que los anteriores no saben o se les olvidó: esa voluntariosa señora que responde al nombre de Historia de México. * Escritor.
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