Josep Mª Pascual i Esteve
Toda política de reforma o modernización administrativa debería apoyarse en y orientarse hacia la construcción progresiva de un derecho cívico a la buena administración. La gestión administrativa no puede evaluarse solo desde el grado o nivel en que protege los derechos subjetivos e intereses legítimos de los ciudadanos. La gestión pública es ante todo gestión de los intereses generales. En este sentido, el derecho a una buena administración debe ser entendido como un derecho cívico en la medida en que no solo protege un estatus individual sino que se orienta a la realización de un valor de convivencia como el representado por buena administración. Las Administraciones Públicas, en general, no solo entre nosotros, viven hoy una importante crisis de legitimidad que tiene dimensiones muy diversas. Frente a ella, y entre otras medidas, hay que ir construyendo un derecho de los ciudadanos a una buena administración cuyos contornos se irán haciendo progresivamente precisos. Los nuevos Estatutos de Autonomía españoles ya han abierto el camino legal, siguiendo las orientaciones marcadas por el Derecho europeo y las propuestas de los autores.
Estatuto de Autonomía de Cataluña. Artículo 30
1. Todas las personas tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a los servicios públicos y a los servicios económicos de interés general. Las administraciones públicas han de fijar las condiciones de acceso y los estándares de calidad de estos servicios, con independencia del régimen de su prestación.
2. Todas las personas tienen derecho a que los poderes públicos de Cataluña les traten, en los asuntos que les afectan, de manera imparcial y objetiva, y a que la actuación de los poderes públicos sea proporcionada a las finalidades que la justifican.
3. Las leyes han de regular las condiciones de ejercicio y las garantías de los derechos a que hacen referencia los apartados l y 2 y han de determinar los casos en que las administraciones públicas de Cataluña y los servicios públicos que de ellas dependen han de adoptar una carta de derechos de los usuarios y de las obligaciones de los prestadores.
El derecho a una buena administración no solo protege situaciones jurídicas subjetivas frente a los poderes públicos. Su construcción doctrinal y configuración legal progresivas han acompañado la expansión de la discrecionalidad en la gestión pública. Hoy resulta imposible que la ley y el reglamento puedan programar detalladamente las actuaciones públicas en todos aquellos sectores en que por su complejidad, dinamismo, diversidad e interdependencia el legislador se ve obligado a reconocer ámbitos de discrecionalidad sin los cuales los directivos públicos difícilmente podrán conseguir objetivos. Y como este proceso ha ido acompañado de una expansión de las intervenciones públicas en los ámbitos económico y social, a los controles tradicionales de legalidad se añaden nuevas exigencias de legitimidad del actuar administrativo como son la transparencia, la participación, la eficacia, la eficiencia y la rendición de cuentas. El derecho a una buena administración se refiere a todo este conjunto de valores desde los que la ciudadanía juzga hoy la legitimidad de nuestras Administraciones.
El derecho a una buena administración procede del cruce histórico entre la expansión inevitable de la discrecionalidad y las exigencias paralelas de la democratización. Como ha señalado el Consejero de Estado francés Sr. Braibant, incluso cuando las autoridades administrativas tienen permiso legal para hacer lo que quieren, no pueden hacer cualquier cosa. La discrecionalidad siempre tiene límites impuestos por el servido a los intereses generales, Algunos de estos límites son de naturaleza legal y están sometidos en último término a revisión jurisdiccional. Pero otros derivan del deber de buena administración, que es un deber implícito en nuestro orden constitucional y legal, que se traduce en la obligación de los dirigentes políticos y técnicos y de todo el empleo público de disponer -en el marco de la ley y dentro de sus poderes discrecionales- la organización, los procedimientos y la gestión de recursos de modo tal que se realicen los principios de buena administración: objetividad, imparcialidad, legalidad, transparencia, equidad, eficacia, eficiencia, participación y responsabilidad. Por lo demás el desarrollo entre nosotros de la cultura democrática hace que la ciudadanía ya no pueda esperar la buena administración solo de la buena voluntad discrecional de los políticos y los funcionarios públicos.
La buena administración no es nada concedido por la gracia de los gobernantes sino un derecho que va conquistándose por la ciudadanía activa y organizada, una dimensión más del proceso de democratización que estamos viviendo[1]. El dato fundamental es que el servido a los intereses generales, en las condiciones actuales de la gestión pública, hace emerger tanto el derecho de los ciudadanos a la buena administración como el deber de buena administración de los agentes públicos.
La calidad en la Administración no se conseguirá con esfuerzos meramente internos. Los equilibrios institucionales o apalancamientos entre grupos corporativos y de interés son a veces tan poderosos que requieren del aliento externo para su modificación positiva. Es necesario transparentar y que entre el aire de la sociedad no a través solo de encuestas y estudios de opinión sino del reconocimiento del derecho a la buena administración y la consiguiente facilitación de la acción de la ciudadanía organizada.
Poco se entenderá lo expuesto si se sigue considerando el derecho a la buena administración como un derecho individual más. En realidad, como tal, el derecho a la buena administración solo es la síntesis del conjunto, evolutivo y diferenciado por sectores administrativos, de otros derechos que reconocen la Constitución y las leyes. La funcionalidad institucional y el potencial reformista del derecho a la buena administración solo se captan si se toma en cuenta su dimensión colectiva. En efecto, es un derecho que no garantiza solo ni principalmente situaciones subjetivas frente a los poderes públicos, sino un derecho que ejercido colectivamente por ciudadanos activos, organizados colectivamente para asumir su parte de corresponsabilidad en la realización de los intereses generales, puede ayudar a ir superando los equilibrios institucionales instalados de larga data en el interior de la Administración y que obstruyen su transparencia, participación y rendición de cuentas haciendo muy difícil la eficacia, eficiencia y calidad de los servidos.
Las Administraciones no se elevarán tirándose solo de sus cabellos al modo pretendido por el tecnocratismo de la reforma y la modernización administrativa. La mejora de sus capacidades institucionales requiere de nuevos equilibrios entre actores a los que puede ayudar considerablemente el reconocimiento de un derecho a la buena administración entendido principalmente como derecho colectivo de participación y control público. Decían los antiguos que el precio de la libertad es la vigilancia permanente. También decían que los agentes públicos, aunque no sean corruptos, han de ser considerados todos y siempre como corruptibles. Por eso la crisis de legitimación administrativa que vivimos y que demanda la calidad o buena administración, requiere de instrumentos tan fundamentales como las cartas de servido (replanteadas) o la Agencia Nacional de Evaluación; pero la activación efectiva del deber de buena administración no podrá hacerse sin el fomento de la ciudadanía organizada ejerciendo su derecho a la buena administración.
El republicanismo o humanismo cívico nos dejó también como legado la máxima de que no puede haber buena administración sin ciudadanos virtuosos. El entendimiento del derecho a una buena administración como derecho cívico colectivo nos sirve también de base para construir unos deberes cívicos de correcto comportamiento en relación a los distintos servidos y actuaciones públicas. En efecto no se trata de fijar estándares solo para la Administración. La buena Administración requiere hoy, más que nunca, de una buena interacción entre Administraciones, ciudadanos y empresas (gobernanza). Si los ciudadanos organizados, ejerciendo su derecho a una buena administración, no solo son oídos sino que participan y hasta co-producen, por ejemplo, las cartas de servicios, lo lógico es que estas determinen también estándares de comportamiento para los ciudadanos-usuarios, estándares que serán específicos para cada servicio o ámbito de acción público considerados
Por esta vía, el derecho a la buena administración puede contribuir doblemente a la legitimación del actuar público, ya que una de las causas mayores del malestar en relación a la gestión pública procede del desbordamiento de expectativas de los ciudadanos en relación a la misma. Frente a necesidades y demandas en constante expansión y recursos siempre limitados, aunque avancemos decididamente en la calidad, sin que los ciudadanos intervengan positiva y equitativamente en la determinación de políticas, regulaciones, prestaciones y estándares, será difícil que se produzcan la contención social de expectativas y la educación cívica que le es consustancial. Esto es tanto más evidente cuanto más dependen los resultados de los servicios del comportamiento también de los usuarios.
Las políticas de buena administración. El deber de buena administración no implica solo a los agentes públicos sino que se extiende también a los Gobiernos. Como la buena administración plantea siempre nuevos desafíos a la gestión pública, los Gobiernos tienen que mantener una tensión permanente por revisar los marcos institucionales y legislativos, los diseños organizativos, los procedimientos, las tecnologías, la ordenación y gestión de recursos, las técnicas e instrumentos de gestión, las formas de relación con los ciudadanos y las empresas..., todo lo cual constituye el contenido de las políticas de buena administración. Bajo este nombre o cualquier otro mejor lo que se quiere indicar es que la práctica del deber de buena administración y la realización del correspondiente derecho exige una tensión política y gerencial permanente que implica tanto a la dirección política de la administración como a su dirección técnica, a sus agentes y a los ciudadanos y empresas.
La buena administración y sus políticas sirven en la medida que ayudan a construir una sociedad mejor. La Administración es, ante todo, servicio a la gente, a la ciudadanía, servicio civil. Si hablamos de fortalecimiento de las capacidades administrativas es para servir mejor a las necesidades actuales de la gente. Si planteamos cambios en los modelos de gestión es porque los vigentes no están sirviendo debidamente. Guando hablamos de reestructurar a la Administración lo hacemos para ajustarla mejor a los retos actuales que plantea avanzar hacia una sociedad mejor. Las políticas de buena administración no pueden ser, pues, ajenas a la gente, sino elaboradas, ejecutadas y evaluadas con la participación de sus organizaciones representativas. El fundamento de estas políticas es la convicción de que a medio y largo plazo no puede haber buena sociedad sostenible sin una buena administración.
El entendimiento de lo que debe ser la buena administración de nuestro tiempo no puede ser solo una construcción técnica o experta. Los principios de buena administración tienen que estar arraigados en la cultura cívica y política del país y, por ello, deben elaborarse fomentando procesos sociales deliberativos sobre buenas bases técnicas. Si la buena administración está normativamente clarificada y socialmente compartida, los buenos gobiernos contarán con la fuerza de la presión social para ir imponiendo las medidas de modernización o reforma necesarias. Si se mantiene el debate de la reforma o la modernización solo en círculos políticos, funcionariales o técnicos, no se podrá salir del tradicional corsé tecnocrático que siempre acaba siendo de efectos limitados y de corto aliento.
Es este tipo de consideraciones lo que explica el camino crecientemente emprendido en los últimos años hacia una "desbunquerización" de las políticas de modernización administrativa que ya han comenzado a salir del cascarón tecnocrático de los anos 80 y primeros 90 para contar cada vez más con la participación de los empleados públicos y de las empresas y organizaciones de la sociedad civil. Por este camino se está forjando el derecho cívico a la buena administración y los correspondientes deberes de políticos, funcionarios y ciudadanos.
La razón última de esta "democratización" de la elaboración de las políticas se encuentra en el proceso de individualización que están viviendo todas las sociedades avanzadas. Los ciudadanos quieren ser considerados individuos y ser sujetos de sus vidas a la vez que quieren identidades culturales fuertes, abiertas y dinámicas (Wieviorka). La gente de nuestro tiempo quiere más control y más poder de elección sobre lo que hace. La aceptación deferente y respetuosa de la autoridad ha decaído, las jerarquías sociales ya no son duraderas ni estables y las actitudes han cambiado. En la revisión de políticas recientemente emprendida por el Gobierno británico en un proceso de consulta a audiencias muy amplias y diversas se señalaba:[2]
Esta revisión de políticas introduce la idea de Estado estratégico y habilitador corno respuesta a la evolución continua de las tendencias domésticas y globales. Trata de evadir el debate del Estado grande o pequeño y de reinventar el poder efectivo del Estado para los tiempos que corren.
El propósito último del Estado estratégico y habilitador es redistribuir el poder a la gente. Habilitar a la gente para asumir el poder resulta a la vez correcto e indispensable para alcanzar los objetivos del gobierno. El Estado moderno necesita trabajar de otros modos -menos por mandatos y control y más por colaboración y asociación o partenariado. Esto refleja la clase de ciudadanos de hoy: inquisitivos, menos deferentes, exigentes, informados. La idea central del gobierno estratégico y habilitador es que el poder está situado en las manos de la gente. Es una visión del Estado que incrementa las oportunidades de la gente para implicarse; empoderamos a los ciudadanos para que empujen a las instituciones públicas a rendir cuentas; y aseguramos que los ciudadanos se corresponsabilicen con el Estado para su propio bienestar. Una vez se ha tomado la decisión de intervenir públicamente en un determinado ámbito social, debe sopesarse la forma de intervención tomando en cuenta los cinco roles principales del Estado actual: (1) proveedor directo de algunos servicios; (2) comendador (comissioner) de servicios en cuyo caso especifica los resultados que se esperan y pago a un proveedor la prestación efectiva del servicio; (3) proveedor de información cuando considera que los ciudadanos difícilmente podrán hacer elecciones razonables sin la provisión, supervisión o regulación estatal de información; (4) regulador cuando por diversas razones quiere asegurar que los bienes y servicios producidos privadamente se ajustan a ciertos estándares de calidad, universalidad, seguridad u otros, y (5) legislador cuando la intervención legal se hace necesaria para proveer una base incontrovertible para ciertos aspectos de política.
[1] Manuel Villoria Mendieta ("El papel de la burocracia en la transición y consolidación de la democracia española: primera aproximación", Revista Española de Ciencia Política, volumen l, num. I, 1999, p. 121) señala como la democratización es una asignatura parcialmente pendiente en la Administración española. Esta cuestión es percibida como un problema por los propios funcionarios superiores de la Administración General del Estado, ya que según datos de un estudio de opinión de marzo de 1999, del Instituto Nacional de Administración Pública, un 51% considera que se tiene poco en cuenta a los ciudadanos afectados por las decisiones a tomar, mientras que un 78% y un 68% de los encuestados consideran que a quien más se torna en cuenta a la hora de tomar decisiones o diseñar proyectos es a los políticos y a los grupos de interés, respectivamente.
[2] HN Government, Policy Review, Building nn Progress: The Role ofthe State, mayo 2007.
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